Obsesiones destructivas

No hay obsesiones sanas. Todos aquellos que nos jactamos de tener alguna nos regodeamos en el hecho de saber que algo está mal, que no somos como los otros, que por más indicios de normalidad que nos habiten, siempre seremos diferentes. Yo, desde la más tierna edad, he sido siempre proclive a las obsesiones.

Cuando niña, a los siete u ocho años, estaba obsesionada con Telehit. No sé si todavía existe, pero yo era esclava del televisor. En las noches, en vez de rezar el rosario como lo hago ahora todas las noches antes de dormir, prendía la tele y le ponía en Telehit. (Yo nunca dije que las obsesiones fueran algo que a la larga nos enorgullecerían: hay de obsesiones a obsesiones y ésta, a decir verdad, no es precisamente una ex obsesión digna de presumir.) Luego me obsesioné con las consolas de nintendo. Ésta era una fijación que, como tantas otras, compartía con mi hermano. Todo empezó con los patos aquellos a los que les disparabas haciendo gala de una brutalidad y una crueldad infinitas; alguna vez, incluso, mi hermano y yo descompusimos el televisor a punta de escopetazos: como muchos otros niños, pensábamos que si le pegábamos a la tele con la pistola los patos morirían mejor. Luego apareció Street Fighter. Mi hermano siempre escogía a Ryu y yo siempre escogía a Ken. No recuerdo quién era mejor jugando, lo único cierto es que siempre terminábamos a abukets él y yo. Y mientras mi hermano y yo acabábamos a oriugets todas las noches luego de jugar Street Fighter (o Mario Bros, o Donkey Kong, o Pac Man, o Ninja Turtles, o, o, o), por las mañanas mi única ilusión era llegar a la escuela a intercambiar calcomanías. Todavía guardo mis álbumes de calcomanías, por cuyas páginas aún desfilan Mickey Mouse y todo el equipo Disney, así como Hello Kitty y todos sus amigos, en todas las modalidades imaginables: transparentes, infladas, tornasoladas, de terciopelo (estas últimas siempre fueron las más codiciadas: para conseguir una de terciopelo tenías que dar a cambio, si bien te iba, tres normales), etc. Pero aquellas obsesiones (gracias a la Santísima Trinidad y a Todos los Santos) se esfumaron: se erosionaron, me aburrieron, crecí… qué sé yo. Es una pena que mi hermano siga coleccionando tazos y jugando a las barbies. En fin.

El hecho es que el vacío que aquellas fijaciones dejaron en mí fue de inmediato ocupado por otras nuevas: corregidas y aumentadas. Las obsesiones características de la adultez son mucho más dañinas que aquellas propias de la infancia. Las obsesiones hoy día nos hacen daño, nos lo roban todo: el sueño, el hambre, el sosiego, la seguridad en nosotros mismos. Creo recordar que hace algunos años me obsesioné con alguien de quien creí estar enamorada (¿o me enamoré de alguien con quien después me obsesioné? ¿o se obsesionó conmigo aquel de quien yo me enamoré? ¿o nos obsesionamos los dos y por eso todo acabó en tragedia?) y el saldo, no están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, fue simple y sencillamente catastrófico. Menos mal que he alcanzado un grado de madurez suficiente (sic) como para distinguir entre el amor y la obsesión (y, desde luego, para no enamorarme nunca más).

Comencé a escribir este post motivada por una obsesión particular relacionada con aquello que nos tiene a todos aquí reunidos: las letras. Rebusco en mis cajones una obsesión contemporánea, algo que hoy día, a mis veintiséis años, me mantenga en vilo, inquieta, suspendida en la caja negra del insomnio. Ya no tengo obsesiones múltiples, no. Hoy día, es verdad, todo ha quedado reducido a una díada del terror: un fetiche y una obsesión. ¿Mi fetiche? Los libros. ¿Mi obsesión? La ortografía.

Cuando releo algún texto mío (que ya ha sido enviado, que ya ha sido publicado) y me topo con una falta de ortografía: ¡coño! Me retuerzo de coraje, pienso en aquellos lectores que, prudentes, me evitan el ridículo, que no me evidencian, que guardan el secreto y callan para siempre, y me sonrojo hasta el infinito. Me lleno de vergüenza, me reprocho mis impulsos. Ya había explicado antes que a veces, cuando aún estoy a tiempo, reenvío un mail corregido con la esperanza de que el destinatario abra sólo el último y se olvide del primero, pensando que se trata de un error en el servidor que duplicó el mensaje. La mayoría de las veces, no obstante, eso no sucede. Los correos se van sin revisar, o revisados y con errores, desde luego. Los estatus de Facebook son publicados y retomados varias horas después: cuando enmendarlos ya no es una opción factible, pues a ellos se han sumado comentarios de las más diversas índoles que me impiden arrancarlo todo de raíz. Los posts en Purasletras, como éste, son escritos en infracondiciones: en la madrugada, en la penumbra, muerta de sueño, con más miopía y más astigmatismo de lo normal. Y no me aguanto las ganas de decir lo que quiero decir, no: lo suelto. “Publicar”, “Enviar”, “Actualizar”: mis botones favoritos. Mis puertas al mundo. Mi modo de sentirme poderosa, capaz de comunicar, de generar algo en algún lector incauto que caiga en las redes de mis malogradas palabras. Y las erratas siempre ahí: acechándome, echándome en cara mi perfeccionismo tan imperfecto, mi ego mal sustentado, mi uso primitivo del lenguaje.

Hace poco cometí dos errores garrafales por los cuales mi vida interior se ha convertido en un vía crucis. En ninguno de los casos fue posible hacer enmienda alguna.

1. Presa de la desesperación ante la reputísima burocracia que me impide legalizar mi situación en este país, publiqué lo que a ojos de cualquiera sería un chascarrillo burdo y poco ingenioso. Pedía la colaboración de algún ciudadano español para, por favor, esposarme, de modo que así pudiera regulizar mi situación en España. Regulizar, regulizar, regulizar. Escribí regulizar y no me di cuenta sino hasta que se habían acumulado ya más de diez reacciones. Y no pude eliminarlo. Y sufro desde entonces. Me atormento. No puedo borrarlo, y está ahí, en mi muro, y todos pueden darse cuenta de que yo, uy, “correctora de estilo”, “traductora”, “editora”… yo, que me las doy de Yo Soy Aquélla, me equivoco en algo tan banal, tan absurdo, tan simple, tan aburrido. Regulizar, regulizar, ¡reguliPUTIzar!!!

2. El lunes me quedé varada en Bilbao y no pude llegar a mi trabajo en la mañana. Envié un mail desde una de esas máquinas horrorosas que a cambio de dos euros te hacen acreedor a cinco minutos de internet. A la máquina le encontré los acentos: las mayúsculas se me resistieron. El mail explicaba que habían cancelado mi vuelo y que llegaría más tarde. Me disculpaba por el retraso. Cosa de niños. Sólo tenía cinco minutos para maniobrar con ese robot de aeropuerto y quería hacer las cosas bien. Brevemente, pero bien. Escribí un mail para el personal de aquella empresa que tantísimo admiro y que tanto respeto: la casa editorial que desde siempre se ha caracterizado no sólo por la calidad de su catálogo sino por la impecabilidad de su cuidado editorial. Y al final, oh tragedia, al final, el mail quedó marcado por un error imperdonable:

“un abrazo, gracias y hasta pronto,

wendolin”

Así fue. Escribí mi propio nombre sin acento. El colmo del corrector. El colmo de todos los colmos. Una debilidad que bajo ninguna circunstancia puedo volver a permitirme. Un crimen imperdonable. Una hecatombe. Pero lo intuí, lo vi venir. Lo vislumbré con antelación. Cuando me subí al avión, seis horas después de lo previsto, una angustia me oprimía el corazón: “¿estaba bien escrito el mail?”, “¿no me habrá faltado alguna coma, algún punto, algún acento?”. Y mis predicciones fatalistas se volvieron realidad, y hoy día estos dos errores rondan mi conciencia incesantemente: me los reprocho, intento olvidarlos sin éxito, me revuelco en la cama pensando en todos aquellos errores que he dejado al descubierto y que aún están por venir, y padezco los efectos secundarios de esta obsesión como cualquier adicto a quien privan de aquello que lo mantiene felizmente enganchado.

Ésta es la vida del corrector. Ésta es la obsesión que no puedo sacudirme. Éste es el miedo que cargo a cuestas: equivocarme y que todos se den cuenta de que no soy perfecta en lo único que creo saber hacer.

Y luego me recrimino todo este absurdo: qué arrogante, qué ridícula soy. Pero se trata de una obsesión en su estado más puro, una obsesión de a de veras, y muy poco o nada puedo hacer para remediarlo.

 

Como siempre les recomiendo algunos de mis artículos mas brillantes.

Addison

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